text
stringlengths
5
2.75k
Volvióse el cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los mesmos movimientos que primero.
Junto con la ermita tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo, aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.
— No ha de ser así, señor gobernador —dijo el doctor Recio—, que yo le daré a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva en su prístina entereza y vigor; y, en lo de la comida, yo prometo a vuesa merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que quisiere.
Viva mil siglos la gran Dulcinea del Toboso, y sea su nombre estendido por toda la redondez de la tierra, pues mereció ser amada de tan valiente y tan honesto caballero, y los benignos cielos infundan en el corazón de Sancho Panza, nuestro gobernador, un deseo de acabar presto sus diciplinas, para que vuelva a gozar el mundo de la belleza de tan gran señora.
Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el cura se acomodó en la venta satisficieron, aunque poco, la mucha hambre que todos traían.
Que viene aquí el mono adivino y el retablo de la libertad de Melisendra.
Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de su amo; el cual, determinándose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un penado galope llegó a la venta, y, hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por donde entrar; pero no hubo llegado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía a su escudero.
»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban.
Estaba allí el renegado, dímosle a leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que así decía: Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos a España, ni Lela Marién me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado.
Roque, admirado de la gallardía, bizarría, buen talle y suceso de la hermosa Claudia, le dijo: — Ven, señora, y vamos a ver si es muerto tu enemigo, que después veremos lo que más te importare.
Así, noramala alcanzaré yo el condado que espero, si vuestra merced se anda a pedir cotufas en el golfo.
Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la mesma sierra Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que, así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que, con tristes acentos, decía desta manera: — ¡Ay Dios!
En fin, una noche sintió Anselmo pasos en el aposento de Leonela, y, queriendo entrar a ver quién los daba, sintió que le detenían la puerta, cosa que le puso más voluntad de abrirla; y tanta fuerza hizo, que la abrió, y entró dentro a tiempo que vio que un hombre saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo con presteza a alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se abrazó con él, diciéndole: »—Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al que de aquí saltó; es cosa mía, y tanto, que es mi esposo.
Mas los que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer, después que a él allí le hallaron, no fueron más que estos que aquí se siguen: Árboles, yerbas y plantas que en aqueste sitio estáis, tan altos, verdes y tantas, si de mi mal no os holgáis, escuchad mis quejas santas.
¿Digo algo, o quiébrome la cabeza?
Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo dormida y con lengua no muy despierta, comenzó a decir desta manera: -Yo soy Merlín, aquel que las historias dicen que tuve por mi padre al diablo (mentira autorizada de los tiempos), príncipe de la Mágica y monarca y archivo de la ciencia zoroástrica, émulo a las edades y a los siglos que solapar pretenden las hazañas de los andantes bravos caballeros a quien yo tuve y tengo gran cariño.
— Con todo eso, vamos allá, Sancho —replicó don Quijote—, que como yo la vea, eso se me da que sea por bardas que por ventanas, o por resquicios, o verjas de jardines; que cualquier rayo que del sol de su belleza llegue a mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón, de modo que quede único y sin igual en la discreción y en la valentía.
Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría por la misma cuenta.
Sancho se puso a considerar un poco, y dijo: — Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varón; y así, yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel, y no haya más.
— Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma?
— No es la miel para la boca del asno —respondió Sancho—; a su tiempo lo verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus vasallos.
Y a mí, que ha pocos días que salí de ser gobernador y juez, como todo el mundo sabe, toca averiguar estas dudas y dar parecer en todo pleito.
Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se salió de la ínsula, y aquél se fue a su casa, y el gobernador quedó diciendo: — Ahora, yo podré poco, o quitaré estas casas de juego, que a mí se me trasluce que son muy perjudiciales.
— ¡Oh!
Parece que lo entendió la cabra, porque, en sentándose su dueño, se tendió ella junto a él con mucho sosiego, y, mirándole al rostro, daba a entender que estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su historia desta manera: Capítulo LI.
Mas, bien puede estar seguro que, de aquí adelante, no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y señor natural.
Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se la besó y le dijo: — Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.
— Paréceme —dijo Sancho— que vuestra merced nombró ahí hilo.
¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros?
Y ¿cómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella turbamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas princesas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres valientes; y, finalmente, tantos y tan disparatados casos como los libros de caballerías contienen?
El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban.
¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten las túnicas de acero y de diamante, luz y farol, sendero, norte y guía de aquellos que, dejando el torpe sueño y las ociosas plumas, se acomodan a usar el ejercicio intolerable de las sangrientas y pesadas armas!
Mejor parece, digo, un caballero andante, socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano caballero, requebrando a una doncella en las ciudades.
Pues, ¿quién ordena el terrible dolor que adoro y siento?
¡Oh Sancho Panza gracioso!
Llegó el Interés con las figuras de su valía, y, echándola una gran cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo cual visto por el Amor y sus valedores, hicieron ademán de quitársela; y todas las demostraciones que hacían eran al son de los tamborinos, bailando y danzando concertadamente.
¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz!
— Tienes razón, Sancho —dijo don Quijote—, porque este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda; que, cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: ''Lo que saliere''; y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: "Éste es gallo", porque no pensasen que era zorra.
A esto dijo la duquesa: — Sancho amigo, mirad lo que decís, que, a lo que parece, vos no vistes la tierra, sino los hombres que andaban sobre ella; y está claro que si la tierra os pareció como un grano de mostaza, y cada hombre como una avellana, un hombre solo había de cubrir toda la tierra.
Todo esto he dicho para que nadie repare en lo que Sancho dijo del cernido ni del ahecho de Dulcinea; que, pues a mí me la mudaron, no es maravilla que a él se la cambiasen.
Muchas más cosas pudiera decir en esta materia, si no lo estorbara el deseo que tengo de saber si le queda más que decir al señor licenciado acerca de la historia de Basilio.
Y mira, Sancho, cómo hablas, y ten cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada.
¿Hay algún cristiano que me escuche, o algún caballero caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida, o un desdichado desgobernado gobernador?
— Ése fue un rey godo —dijo don Quijote—, que, yendo a caza de montería, le comió un oso.
¡Oh carísimos amigos, quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros, convertida en desengaño, nos vuelva a vuestra presencia!
; ¿quién más atrevido que Reinaldos?
Dada en Madrid, a treinta días del mes de marzo de mil y seiscientos y quince años.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó, por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro.
¡Amiguita soy yo de oír resquebrajos!
Y, con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los navíos y dejó en seco y aislados los valerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo Mundo?
— Aún es temprano —respondió Sancho—, porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea.
El cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio.
Bien se estaba vuestra merced acá arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado, hablando sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores disparates que pueden imaginarse.
Y lo primero que hizo fue estirarse todo el cuerpo, y luego se fue donde estaba Rocinante, y, dándole dos palmadas en las ancas, dijo: — Aún espero en Dios y en su bendita Madre, flor y espejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos; tú, con tu señor a cuestas; y yo, encima de ti, ejercitando el oficio para que Dios me echó al mundo.
A Dios plega que ésta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.
Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto.
Pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido, con grandísima presteza, subió donde Agi Morato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos.
No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos; pero, pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así.
— Ea, buen Sancho —dijo la duquesa—, buen ánimo y buena correspondencia al pan que habéis comido del señor don Quijote, a quien todos debemos servir y agradar, por su buena condición y por sus altas caballerías.
¡Allá darás, rayo!
Y, picando la mula, pasó adelante.
— Así es la verdad —replicó don Quijote.
Pasa adelante, Sancho.
El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso.
Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?
— Engáñaste en eso, Sancho —respondió don Quijote—; que, ya que hemos caído en sospecha de quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados a buscarle y volvérselos; y, cuando no le buscásemos, la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese.
Llegaron, pues, y, tirando el hermano una china a una reja, al momento bajó una criada, que los estaba esperando, y les abrió la puerta, y ellos se entraron, dejando a todos admirados, así de su gentileza y hermosura como del deseo que tenían de ver mundo, de noche y sin salir del lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca edad.
— Ellos —respondió Sancho— son tres mil y trecientos y tantos; de ellos me he dado hasta cinco: quedan los demás; entren entre los tantos estos cinco, y vengamos a los tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no llevaré menos si todo el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos cuartillos, que son los tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a los setecientos y cincuenta, son por todos ochocientos y veinte y cinco reales.
Yo me he arrimado a buen señor, y ha muchos meses que ando en su compañía, y he de ser otro como él, Dios queriendo; y viva él y viva yo: que ni a él le faltarán imperios que mandar ni a mí ínsulas que gobernar.
— Pues, ¿por ventura —dijo el ventero— mis libros son herejes o flemáticos, que los quiere quemar?
Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba.
Vuestro amigo, El Duque.
Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el parabién del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido.
— ¡Desdichado de mí!
Acudimos luego con las manos a los rostros, y hallámonos de la manera que ahora veréis.» Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con que cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas, cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don Quijote y Sancho, y atónitos todos los presentes.
Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres.
— Con todo eso —replicó Sancho—, hay tanto que trasquilar en las dueñas, según mi barbero, cuanto será mejor no menear el arroz, aunque se pegue.
Porque me dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos, mejores que los de Catón.
— Fiscal has de decir —dijo don Quijote—, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te confunda.
Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia.
¿Quién ha quitado dél la belleza que le alegraba, el donaire que le entretenía y la honestidad que le acreditaba?
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma.
¿Por dicha vas caminando a pie y descalzo por las montañas rifeas, sino sentado en una tabla, como un archiduque, por el sesgo curso deste agradable río, de donde en breve espacio saldremos al mar dilatado?
— Vos, hermano Sancho —dijo Carrasco—, habéis hablado como un catedrático; pero, con todo eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de dar un reino, no que una ínsula.
— Así es la verdad —dijo la duquesa—; pero dígame agora, Sancho, qué es esto que dice de la cueva de Montesinos, que gustaría saberlo.
— Maravillárame yo, Sancho, si no mezclaras algún refrancico en tu coloquio.
— ¡Que todavía das, Sancho —dijo don Quijote—, en decir, en pensar, en creer y en porfiar que mi señora Dulcinea ahechaba trigo, siendo eso un menester y ejercicio que va desviado de todo lo que hacen y deben hacer las personas principales que están constituidas y guardadas para otros ejercicios y entretenimientos, que muestran a tiro de ballesta su principalidad...!
Deste castillo, a veinte de julio de 1614.
— Por cierto, señor gobernador —dijo el maestresala—, que vuesa merced tiene mucha razón en cuanto ha dicho, y que yo ofrezco en nombre de todos los insulanos desta ínsula que han de servir a vuestra merced con toda puntualidad, amor y benevolencia, porque el suave modo de gobernar que en estos principios vuesa merced ha dado no les da lugar de hacer ni de pensar cosa que en deservicio de vuesa merced redunde.
— Así es verdad —dijo Sansón—, que si Dios quiere, no le faltarán a Sancho mil islas que gobernar, cuanto más una.
A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del cuento.
— Yo no creo nada deso —respondió Sancho—, pero, con todo, haré lo que vuesa merced me manda, aunque no sé para qué hay necesidad de hacer esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde están las alemañas dos varas, porque allí están Rocinante y el rucio en el propio lugar do los dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que no nos movemos ni andamos al paso de una hormiga.
Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y, haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro.
Finalmente, volvieron al carro, y, en llegando, dijo don Quijote al carretero: — Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú, Sancho, dale dos escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa de lo que por mí se han detenido.
Paseóse don Antonio con don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas veces la mesa, después de lo cual dijo: — Agora, señor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha alguno, y está cerrada la puerta, quiero contar a vuestra merced una de las más raras aventuras, o, por mejor decir, novedades que imaginarse pueden, con condición que lo que a vuestra merced dijere lo ha de depositar en los últimos retretes del secreto.
— Que me place —dijo don Quijote.
—dijo don Antonio—.
— ¡Ay señora!
Mas, ¿de qué me quejo?, ¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo, despeñándose con furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda.
— ¡Vivan en hora buena —dijo a esta sazón con voz enfermiza maese Pedro—, y muera yo, pues soy tan desdichado que puedo decir con el rey don Rodrigo: Ayer fui señor de España... y hoy no tengo una almena que pueda decir que es mía!